Entré a una cafetería y pedí un desayuno como cualquiera de los que
ustedes consumen a diario. Me atendieron rápidamente y a partir de ahí
empezaron los problemas. El café me lo trajeron con azúcar y yo
necesitaba un edulcorante diferente, puse mi mirada en la camarera para pedirle
el cambio y no conseguí en ningún momento cruzar gesto alguno con ella para
hacerle entender que necesitaba cambiar el azúcar. Estuve observándola
durante varios minutos y en ningún momento levantó la cabeza, iba con la mirada
agachada de un sitio a otro y la levantaba exclusivamente cuando llegaba un
cliente nuevo que le atendía inmediatamente y, a partir de ahí, no cruzaba la
mirada con dicho cliente en ningún momento más. Finalmente, tuve que
tomarme el café con azúcar porque entre otras cosas se enfriaba.
Minutos después se me ocurrió intentar pedirle un vaso de agua para
concluir el desayuno. En ese momento decidí llamar la atención de otra manera
porque sabía que no iba a levantar la cabeza y que su mirada al suelo iba a
permanecer durante el tiempo que yo estuviese desayunando. Intenté hacer
algún gesto moviendo los brazos a ver si podía conseguir llamarle la atención e
incluso llegué a cambiar el tono de voz con la intención de que se percatara de
que yo quería algo. Cuando llevo como diez minutos haciendo el primate en
la barra se me ocurre la feliz idea de pagar mi desayuno y marcharme; ya
bebería agua en otro sitio. Viendo que era imposible contactar con la
camarera porque seguía en su empeño de seguir mirando al suelo y no cruzar la
mirada, no solamente conmigo sino con ningún cliente para que no la molestaran,
se me ocurrió acercarme a ella y decirle “oye te importa cobrarme que me tengo
que ir, que no hay forma de contactar contigo”. La respuesta fue
espectacular, me dijo que “tenía que tener un poquito más de empatía”. No quise
continuar con aquella discusión porque solamente podía llevarme a algo
peor, pero evidentemente lo que sí consiguió la camarera es que yo no
vuelva más a esa cafetería, ni a desayunar, ni a nada.
¿Qué quiero transmitir con esta anécdota? Pues me gustaría que el
mensaje fuese claro en el sentido de que es cierto que el comercio local lo
está pasando muy mal, pero no es menos cierto que algunos de los
responsables de estos comercios adolecen de la profesionalidad mínima que hay
que tener para que sigan funcionando y no estén sumidos en una permanente
queja. La profesionalidad se premia en todos los órdenes de la vida en
todas las funciones que se realizan y en todos los trabajos que se hacen. La
falta de profesionalidad es duramente castigada por los usuarios y los clientes
de estos establecimientos, simplemente porque dejan de frecuentarlos.
La puesta en marcha de un establecimiento comercial es una tarea difícil
de realizar y quien no lo considera así está abocado al fracaso.
Es por ello que algunas veces nos encontramos en el sitio más inesperado
la mejor tienda o el mejor restaurante. Muy posiblemente su responsable sea una
persona cargada de responsabilidad y un hábil comerciante. También nos
encontramos en sitios céntricos de importantes núcleos de población
establecimientos cerrados cuyos responsables han fracaso estrepitosamente por
una notable falta de profesionalidad que rara vez reconocen.
D-CERCA